viernes, enero 20, 2006

La poesía en la enología Enero 2005

LA POESÍA EN LA ENOLOGÍA

Yo no creía que los enólogos, los que estudian la ciencia del mostagán que trasegamos por nuestras gargantas para que sea lo más bueno a nuestros paladares, fueran unos poetas cuando describen la elaboración y lo que contiene cada botella, y si no vean cualquier etiqueta de cualquier botella de cualquier denominación de origen. De un vino de la Ribera del Duero dicen: Cata: color picota cereza de capa alta. En Nariz: destacan las notas de frutos maduros y especias sobre todo de madera. En Boca es carnoso y sedoso y transmite redondez. Es muy persistente. Lo de muy persistente debe ser real porque muchos caldos te invitan a seguir “soplando” tan a gusto y sin que te des cuenta te has tragado tu cosecha de varios días, y si es con unos taquitos de queso manchego o de pata de un buen guarro extremeño, estupendo. No me digan que la explicación de la redondez, de la seda y de la carne no es poético para referirse a cuando echamos un trago de un tinto de Quintanilla del Pidio, un pueblo de Burgos de apenas 200 habitantes. Sobre el color te lo describen semejante al de las cerezas; lo que ya se me pierde es eso de la cereza de capa alta, que seguramente los del Valle del Jerte en Extremadura darían una buena y científica explicación sobre la variedad de las Mazzards y Hearts. Los cerezos de este valle cuando están en flor es algo fantástico para la vista, por el colorido níveo de sus árboles; que por cierto su madera también es muy apreciada por su valor, casi tanto como la del caoba. Sobre el olor, eso de notarlo como frutas maduras y especias y destacando la madera, es para mí una forma de poetizar lo que olemos al escanciar ese tinto en un vaso limpio de los demás olores. Luego te dicen las clases de uva: Macabeo, Garnacha, Tempranillo, Cencíbel, etc., todas con nombres raros de bandoleros, de antiguos cómicos de pueblos, y de patriotas y gobernantes judíos. Su elaboración es del estilo tradicional, que creo, es la mejor. La temperatura de fermentación suele ser de unos 25º grados. Los días de maceración, son de 10 días, y al final te dicen el tiempo de la crianza, más o menos como a un bebé, si es que a este se le da la teta, que suele ser de unos 18 meses en una barrica (cuna) de roble blanco americano. ¿Porqué debe ser blanco y no de otro color?; “Doctores tiene la Iglesia”, (menos con el condón y la homosexualidad) como los bodegueros para elegir esa clase de madera. Sobre la crianza recuerdo que cuando apenas eché a andar mi madre me llevaba a una miga en la calle Duque de la Torre (actual Teruel), la de doña Nieves; hoy les llaman guarderías, como si los críos fueran objetos que se deben guardar para que no estorben; casi todos los niños solíamos llevar dos reales y algunos una banquetita para sentarnos, pero siempre con la bragueta desabrochada, ya que muchos de nosotros solíamos jiñarnos sin pedir permiso a nadie, y para qué, y allí estaba la buena de doña Nieves limpiando culos a dos reales cada uno. Apenas sonaba el cañonazo de las doce del medio día en el Destacamento de Artillería de Ataque Seco, salíamos en desbandada como ratones asustados por el maullido de un gato y con la banqueta a cuestas hasta nuestras casas. Qué crianza más emotiva si recuerdas, como yo lo hago a cada instante, cuando mi madre me recibía sonriente, y a escondidas, me daba parte de su salud: “Para que cuando seas mayor no te resfríes”, me decía la pobre mía. Más tarde el médico don Juan Espona con su sordera bruscamente me quitó lo más preciado que tenía, y era eso, la leche de mi madre; y lo hizo subiéndome encima de su mesa negra decimonónica y zarandeándome: “La teta se acabó, ¿me entiendes malandrín?, que ya tienes buenos dientes”. El caso es que llevaba razón, los tenía y aún poseo los treinta y seis, pero como mi madre era así, y yo tan egoísta y tragón, qué quieren que les diga. Eso sí fue una realidad, la teta de mi madre se acabó para mí totalmente, pero la meada que le eché encima de su mesa quedó grabada en los papeles que tenía en ella. No crean que fue aposta, ni mucho menos, fue porque el tío me dio tal susto que aún hoy, después de casi sesenta años, sigo recordándolo. Al rato, pegándome un buen fregado por mis partes, aún no pudendas, le comentaba a mi tía Virginia, su hermana: “Qué vergüenza, mira que orinarse encima de su mesa”, decía muy seria; luego supe que interiormente sonreía; ella era así. Yo creo que el bueno de don Juan ya no se le ocurriría subir encima de su mesa a ningún otro niño, ni siquiera para reconocerle alguna parte de su cuerpo.
Reciban un cordial saludo.


Juan J. Aranda
Málaga enero de 2005